
Pausa
El restaurante La Casa de Toño, ubicado en la calle Hamburgo, es una de las bases donde se ubican otros repartidores como Damián. Hoy, además de él, hay otros 13 revisar. Destaca la ausencia de mujeres repartidoras y personas de la comunidad LGBTQ+.
El establecimiento ha habilitado un espacio exclusivo para pedir comida para llevar, por lo que los repartidores lo consideran una buena opción para esperar pedidos. “Iré al baño”, dice Damián. Un vigilante se encarga de permitir el acceso únicamente a ellos.
Alguien podría confundir el espacio con una taquería, pero este es un lugar con una barra tapizada con los logos Uber Eats, Rappi, Didi Food y otros dos stickers que dicen “ordena aquí” y “para llevar”. Tres pantallas que dan a la calle, desde el interior, muestran los pedidos que están en preparación, los pedidos que están listos y el menú.
A escasos metros del local hay una jardinera desde la que se revisar ya se apropiaron En él está “el árbol secreto”, donde esconden sus botellas de agua y unas rocas que amontonaban para sentarse, bautizadas como “la silla real”. Pasan tiempo allí para descansar, hidratarse y hablar cuando no están dando a luz.
Damián sale del baño y se encuentra con Luis Zapata, otro repartidor de Uber Eats y uno de sus mejores amigos. Se conocen desde hace nueve meses y juntos se acompañan en la base. Son las 11:30 de la mañana y, a esta hora, el trabajo se calma un poco hasta las 13:00, cuando empieza la hora de comer.
“Esta es la base de los profesionales”, dice Damián. Y es que él es sociólogo de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y Luis es estudiante de ingeniería mecatrónica en el Instituto Politécnico Nacional. Su sueño es ser ingeniero aeroespacial aunque también, como trabajo extra, es bailarín profesional. “Piensan que por ser profesional se te abren las puertas, pero no (…) aquí es donde está la feria”, complementa Damián. Forma parte del 44% de los repartidores que empiezan a trabajar en la app del paro, según Oxfam.
Por otro lado, Luis tiene 23 años y, a diferencia de su amigo, entrega los pedidos en una motocicleta. Está de vacaciones para poder trabajar más horas. Está ahorrando para comprar otra motocicleta. Mientras hablan, otros socios repartidores se unen a la conversación, incluido Juan.
Le pidieron a Juan 14 combos de pozole de La Casa de Toño para entregar a 4.4 kilómetros de distancia. Un combo contiene un pozole, un refresco y un flan de la abuela. Su mochila, que forma parte del “equipo de repa”, se cierra con dificultad. “Veamos si tu bici aguanta”, dice Damián. Los tres comienzan a hacer cuentas y estiman que el total ronda los 1.800 pesos. Esperan que Juan reciba una buena propina.
A las 12:47 suena el Samsung Galaxy A22 de Damián. La misión: una oficina corporativa a menos de 400 metros. Recoge tres bolsas llenas de combos de pozole y, por la cercanía, decide que es mejor caminar que andar en bicicleta. Luis lo acompaña. Comenzó la hora del almuerzo.

Nivel 2
A las 13:21, Luis recibió una “doble orden”. Enciende su moto y, tomando calles en sentido contrario para llegar más rápido a su destino, llega unos minutos antes de lo que indicaba el mapa en su aplicación, pero el usuario no se marcha. En estos casos, por políticas de la empresa, deberá esperar 10 minutos, enviar un mensaje a través de la aplicación y realizar tres llamadas. Cumple con el protocolo, pero no obtiene respuesta.
Está a punto de volver a subirse a la motocicleta cuando suena su teléfono. Es el cliente preguntando quién había llamado insistentemente. Luis se identifica y el usuario le pide que le deje el pedido al guardia de seguridad. “No creo que haya dejado propina, sonaba molesto”, dice.
Vuelve a tomar su moto y ahora se dirige a Polanco, en un trayecto que le toma casi 12 minutos de recorrido. “Afortunadamente nunca me he caído de la moto”, dice mientras conduce a 80 kilómetros por hora, esquivando baches y vehículos. Le entrega un combo de pozole a una camarera que trabaja en un restaurante chino. El pago es en efectivo por 159 pesos. La chica le da 160 y espera que Luis le devuelva el peso a cambio. No deja propina.
Mientras tanto, Damián también recibió cinco pedidos. Más tragos de Starbucks y pozole de La Casa de Toño. Solo tres usuarios dejaron una propina.
A las 5:00 pm ambos ya están de vuelta en la base, dando actualizar a sus apps esperando que suba el monto porque las propinas “tardan en bajar”. Damián recuerda un consejo muy “gratificante” que tuvo una vez. El pedido lo había hecho un hombre y tenía que ser entregado en un ático de lujo. Al llegar, una mujer que describió como de “rasgos latinos” lo saludó y Damián nunca la olvidó.
Narra que medía aproximadamente 1,80 metros, tenía cuerpo de guitarra y piel bronceada. “Y solo salió con una blusa muy transparente y una tanga”. La imagina boquiabierta y, con las manos, describe cómo la mujer meneaba las caderas mientras buscaba una propina de 200 pesos. Entregó el dinero, se despidió y dejó la puerta abierta… pero Damián no entró. “Nunca sabes lo que hay detrás de la puerta. Mejor no averiguarlo”, dice.
Luis está de acuerdo. Dice, irritado, que ha recibido insinuaciones sexuales, especialmente de un hombre al que suele abandonar cerca de la zona. Es un gran caballero extranjero. Siempre me dice que si quiero entrar, que deje el pedido sobre la mesa. Me caga pero yo solo sigo porque me da muy buena propina”.
“¿Cuánto ganaste?” se preguntan unos a otros. Por cinco horas de trabajo, Damián ha ganado 185 pesos y Luis 367 pesos. Todavía están lejos de su objetivo.
Mientras hacen sus cálculos, regresa Juan. Les cuenta que el pedido de 14 pozoles lo llevó a una corporación. Pasó por numerosos filtros de seguridad donde ya lo esperaba una chica que no lo ayudó a subir el pedido, pero le dio una propina de 20 pesos en efectivo.
Tomó el ascensor y cuando llegó a la puerta, el gerente de la oficina le dijo que llevara la comida a la sala de juntas. “¿No manches, todo eso por sólo 20 pesos?” le dijo la joven. Juan sacó los combos uno por uno, los dejó en la puerta y se fue. Para él, estas situaciones son comunes.
Son las 5:20 pm cuando Damián pide un pedido de tres flautas por 89 pesos. Se sienta en la “silla real” y dice: “Así es, a veces comes, a veces no”. Por otro lado, Luis solo había tomado café en todo el día y ahora come unas gomitas de frambuesa, que empieza a compartir con sus compañeros.
Un repartidor, que prefirió permanecer en el anonimato por temor a represalias, menciona que su comida favorita son los cubos de pollo Kentucky Fried Chicken (KFC). “La neta cuando caen esos pedidos yo sí los jodo”, se ríe. La dinámica es la siguiente: recoge el pedido y, a la mitad, llama al soporte técnico de la aplicación para “informar” que tuvo un accidente. Entonces la app no lo sanciona, mandan a otro repartidor por un nuevo pedido y come.
Otro repartidor menciona que le gustan las alitas, pero no aplica la misma estrategia. “Normalmente los usuarios no saben cuántos vienen. Si me cojo a uno o dos, no se dan cuenta”.
Poco a poco los teléfonos de los repartidores empiezan a sonar con nuevos pedidos. Damián solo tuvo tiempo de comerse una flauta. Guarda los restantes y acepta el primer pedido de la noche.
Juego terminado
“No tengo miedo de nada. Ni siquiera la muerte”, dice Damián mientras pedalea por las calles de la colonia Juárez, aunque luego admitió que le tienen miedo a las arañas. De formación como sociólogo, es curioso y siempre está alerta a su entorno. “La universidad me dio la teoría, pero este trabajo fue el que realmente me abrió los ojos”, dice.
Los pedidos durante la noche no cesan. Luis y Damián miran al cielo. “Hoy no lloverá”, se quejan. Aunque ninguno de los dos tiene impermeable o equipo para protegerse de la lluvia, les “conviene” que llueva porque, en esos casos, se activa una tarifa especial y reciben pagos extra de la aplicación.
Sin embargo, ambos forman parte de los siete de cada 10 repartidores que no tienen acceso a ningún tipo de seguridad social, acceso a seguro público de salud o privado, o seguro de accidentes brindado gratuitamente por las empresas, según Oxfam.
Luis comienza sus pedidos para la noche recogiendo una hamburguesa de McDonalds. El pedido tarda en prepararse y, mientras espera, compra unas patatas medianas y le escribe al cliente explicando que no es culpa suya, que es el establecimiento el que está tardando en preparar y una disculpa.
Es un pedido pequeño. Tiene que entregarlo a 2,8 kilómetros pero a mitad de camino se queda sin gasolina. La gasolinera más cercana está a tres cuadras, así que Luis arrastra su motocicleta hasta allí y la llena con gasolina premium por 300 pesos. “Pero paga. Me dura toda la semana”, dice.
La orden es recibida por una mujer joven. Paga en efectivo y, como esperaba Luis, no deja propina.
Su última entrega es una pizza Little Caesars. Para recogerlo esperó fuera del establecimiento más de 15 minutos y, para entregarlo, recorrió más de cinco kilómetros en zonas con altos índices de criminalidad. La entrega se realiza a las 21:53 horas en el Hotel Kali Ciudadela. Una joven baja en pijama a recibir el pedido, paga en efectivo y solo deja 50 centavos de propina. Para colmo, califica mal a Luis. Su puntuación, que hasta ahora era del 100%, bajó al 99%.
Luis y Damián se marcan para ver dónde están. Acuerdan encontrarse en la base para despedirse. “¿Cómo lo hizo?” Vuelven a mirar la aplicación para ver sus resultados. Luis cierra la jornada con 22 pedidos realizados y 717 pesos. Le faltaron 83 pesos para lograr su objetivo. Damián hizo 20 entregas y ganó 660 pesos, 130 pesos más que su meta. El juego ha terminado… por hoy.
